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Siguiendo el camino, nos salen al paso multitud de hombres y mujeres, que evocan en nuestra imaginación el recuerdo de los pintorescos y variados personajes que Don Miguel retrata en su novela. No hay duda de que esta región sigue estando habitada por los descendientes de aquellos Sanchos, Aldonzas y Teresas, que Cervantes nos refirió.

Cada encuentro trae aparejada una evocación diferente, como si también a nosotros nos hubiera alcanzado la misteriosa influencia del antojadizo Guadiana, "ese río que divide la Mancha en dos mitades. Esta constante evocación no excluye ni siquiera a los individuos del reino animal -descendientes, a su vez, de aquel Rocinante y de aquel asno rucio- con los que nos tropezamos por los caminos y las aldeas. Tan sólo de uno de esos personajes segundones apreciamos, en la obra de Cervantes, la falta: el galgo de Don Quijote -el "galgo corredor" que el escritor se limita a mencionar en el primer capítulo de la novela, para abandonarlo seguidamente al olvido.

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Al encontrarnos por las callejas de los pueblos, con los sucesores de aquel galgo olvidado, se nos antoja que Don Miguel debió sufrir una involuntaria omisión a lo largo da relato, pues si Don Quijote tenía en su casa un perro, y nuestro hidalgo era "amigo de la caza", como el autor nos indica que era, el can en cuestión tuvo que ser fiel y constante compañero suyo, por lo menos en los períodos de tiempo en que el bueno de Don Alonso se encontraba en su lugar.

Los campos de olivos ocupan grandes extensiones en la Mancha; pero estos olivares, cuya visión milenaria produce la impresión de una absoluta inmovilidad, están siendo sustituidos, poco a poco, por el girasol y otras oleaginosas, de cultivo más fácil y económico. En cada viaje a la Mancha, nos hemos sorprendido ante el panorama de nuevas masas amarillas, que ocupan tierras enseñoreadas durante siglos por los venerables y retorcidos olivos, testigos inmutables del tiempo y de la historia.

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